Marco Arauz Ortega
La afirmación de que la educación puede ser un factor retardatario antes que un factor de avance social, causa desasosiego por su crudeza. Si bien el ideal es educar para la vida, para el trabajo creativo, para el fortalecimiento del tejido social, lo que sucede en sociedades como la nuestra es que se educa para la competencia improductiva en función de la ley del menor esfuerzo y del predominio de una mentalidad servilista.
La lucha de una sociedad debiera ser la lucha por la igualdad de oportunidades. La educación y la salud son los típicos campos en los cuales se deben hacer todos los esfuerzos para asegurar el acceso de las mayorías. Pero si bien es frustrante constatar que ese ideal no se cumple, igual o más frustrante es constatar que quienes sí tienen acceso a la escolaridad, pública o privada, no reciben una educación útil y de calidad.
Calidad, por supuesto, no es el acceso a recursos de última generación, y ni siquiera a infraestructura de primera línea, con todo lo importantes que resultan esos dos factores para asegurar buenos resultados. La calidad se mide en el aprovechamiento de los beneficios de la llamada sociedad del conocimiento para la formación de ciudadanos éticos, productivos, capaces de desarrollar pensamiento crítico y de usar su inteligencia para resolver sus circunstancias vitales.
Pero nuestro sistema, salvo excepciones, sigue privilegiando la enseñanza en función de la fragmentación de la realidad y el memorismo; premia los resultados y no los procesos: no importa copiar en los exámenes, sino no ser hallado en falta; premia el perfeccionismo aun cuando no importa que las tareas no las haga el propio alumno, lo cual tiene como única ventaja que los padres de familia cumplan ahora las tareas que no hicieron cuando eran estudiantes…
Está bien que se midan las destrezas en matemáticas o en lenguaje, en búsqueda de calidad. Y está muy bien que el Gobierno amplíe la cobertura con el mejoramiento de la infraestructura educativa, con el incentivo a la escolarización pública, con más partidas para docentes y con un plan de evaluación permanente, pero eso, con ser bastante, no es suficiente para poner al sistema educativo al servicio de la vida.
En el artículo anterior, sostuve que el Gobierno dará un gran paso si logra despolitizar a la educación, si deja de culpar a la educación privada como la causante de los males de un sistema que el Estado no pudo sostener, pero sobre todo si realmente da un vuelco de enfoque; es decir, si logra definir las metas del país y en función de ellas establece qué tipo de educación necesitamos.
No deja de ser preocupante que el Ministerio de Educación haya tomado decisiones importantes y solo después busque el apoyo de los ex ministros, cuando lo que se debiera hacer, como se hace en países que han convertido a la educación en herramienta de transformación, es poner a trabajar a los cerebros más lúcidos para promover un consenso sobre hacia dónde debe ir el Ecuador en los próximos decenios, y entonces establecer los grandes objetivos educativos. El Gobierno debe aprovechar la oportunidad única que tiene en sus manos para convertir a la educación en un verdadero factor de cambio.
La afirmación de que la educación puede ser un factor retardatario antes que un factor de avance social, causa desasosiego por su crudeza. Si bien el ideal es educar para la vida, para el trabajo creativo, para el fortalecimiento del tejido social, lo que sucede en sociedades como la nuestra es que se educa para la competencia improductiva en función de la ley del menor esfuerzo y del predominio de una mentalidad servilista.
La lucha de una sociedad debiera ser la lucha por la igualdad de oportunidades. La educación y la salud son los típicos campos en los cuales se deben hacer todos los esfuerzos para asegurar el acceso de las mayorías. Pero si bien es frustrante constatar que ese ideal no se cumple, igual o más frustrante es constatar que quienes sí tienen acceso a la escolaridad, pública o privada, no reciben una educación útil y de calidad.
Calidad, por supuesto, no es el acceso a recursos de última generación, y ni siquiera a infraestructura de primera línea, con todo lo importantes que resultan esos dos factores para asegurar buenos resultados. La calidad se mide en el aprovechamiento de los beneficios de la llamada sociedad del conocimiento para la formación de ciudadanos éticos, productivos, capaces de desarrollar pensamiento crítico y de usar su inteligencia para resolver sus circunstancias vitales.
Pero nuestro sistema, salvo excepciones, sigue privilegiando la enseñanza en función de la fragmentación de la realidad y el memorismo; premia los resultados y no los procesos: no importa copiar en los exámenes, sino no ser hallado en falta; premia el perfeccionismo aun cuando no importa que las tareas no las haga el propio alumno, lo cual tiene como única ventaja que los padres de familia cumplan ahora las tareas que no hicieron cuando eran estudiantes…
Está bien que se midan las destrezas en matemáticas o en lenguaje, en búsqueda de calidad. Y está muy bien que el Gobierno amplíe la cobertura con el mejoramiento de la infraestructura educativa, con el incentivo a la escolarización pública, con más partidas para docentes y con un plan de evaluación permanente, pero eso, con ser bastante, no es suficiente para poner al sistema educativo al servicio de la vida.
En el artículo anterior, sostuve que el Gobierno dará un gran paso si logra despolitizar a la educación, si deja de culpar a la educación privada como la causante de los males de un sistema que el Estado no pudo sostener, pero sobre todo si realmente da un vuelco de enfoque; es decir, si logra definir las metas del país y en función de ellas establece qué tipo de educación necesitamos.
No deja de ser preocupante que el Ministerio de Educación haya tomado decisiones importantes y solo después busque el apoyo de los ex ministros, cuando lo que se debiera hacer, como se hace en países que han convertido a la educación en herramienta de transformación, es poner a trabajar a los cerebros más lúcidos para promover un consenso sobre hacia dónde debe ir el Ecuador en los próximos decenios, y entonces establecer los grandes objetivos educativos. El Gobierno debe aprovechar la oportunidad única que tiene en sus manos para convertir a la educación en un verdadero factor de cambio.
Fuente: www.elcomercio.com
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